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A ti que, siendo clase obrera, votas a la extrema derecha...

Hace años que la política se ha convertido en un auténtico vertedero, y no solo por el constante “y tú más” que convierte cualquier debate en un espectáculo

Publicado: 27/07/2025 ·
09:10
· Actualizado: 27/07/2025 · 09:10
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  • Vista del Hemiciclo del Congreso de los Diputados. -

Hace ya años tomé la decisión de mantenerme en una postura neutral y en silencio cuando se trata de política. No voy a fingir que ha sido fácil: nunca he sido de callarme lo que pienso, ni en público ni en privado. Pero hubo un momento en el que entendí que debatir se había vuelto perjudicial para mi propia opinión.

Lo que más me desconcierta —y, siendo honesta, me irrita profundamente— no es que haya opiniones contrarias a las mías; eso es normal y necesario en una democracia. Lo que me cuesta digerir es cómo algunas personas pueden mirar de frente a quienes, de forma explícita, les perjudican y, aun así, decidir entregarles su voto. La mente del ser humano me resulta fascinante, aunque también puede llegar a ser inquietante: ¿es miedo, es desinformación, es una necesidad de pertenencia tan fuerte que están dispuestos a traicionarse a sí mismos?

Hace años que la política se ha convertido en un auténtico vertedero, y no solo por el constante “y tú más” que convierte cualquier debate en un espectáculo vergonzoso, sino por la podredumbre moral que contamina cada rincón del sistema. La corrupción ya no es una mancha aislada: es una estructura, una cultura enquistada, un modus operandi que se repite gobierno tras gobierno, sigla tras sigla.

Qué tristeza —y qué rabia— ver en lo que han convertido la llamada democracia. Un concepto que debería ser sinónimo de dignidad colectiva, de representación del pueblo, y que hoy es solo un decorado barato tras el que operan los mismos intereses de siempre. Mientras discuten en prime time quién robó más o quién gritó más fuerte, nos están desmantelando las conquistas que costaron generaciones de lucha: la sanidad pública, la educación, los derechos laborales, las pensiones, la justicia social.

No es neutralidad lo que siento, es asco. Porque no hay nada más cínico que ver cómo utilizan palabras como “libertad”, “patria” o “igualdad” mientras venden el país trozo a trozo al mejor postor. Y, peor aún: lo hacen con una sonrisa, sabiendo que tienen a medio país aplaudiéndoles, confundidos, enfrentados, desmovilizados.

Y sí, durante un tiempo opté por el silencio. Lo hice por cansancio, por hastío, por no alimentar el ruido. Pero ya no. Porque callar también es ser cómplice. Y si hay algo que tengo claro es que no pienso ser cómplice de esta derecha —y su versión más rancia, la extrema derecha— que no solo pisotea los derechos sociales y la dignidad humana, sino que lo hace con orgullo, como si fueran medallas de honor.

Es una derecha sucia, rastrera y bananera, que agita la bandera como si fuera un trapo para tapar sus vergüenzas, mientras escupe odio hacia todo lo que no encaja en su molde estrecho y uniforme. Confunden patriotismo con ruido y bandera con mordaza. Pero la verdadera patria no se grita, se construye. Y se construye cuidando los pilares que sostienen una sociedad justa: la sanidad, la educación, la vivienda, los derechos laborales, la diversidad, la memoria.

Porque un país sin derechos es como una casa sin cimientos: puede parecer sólida desde fuera, pero basta un temblor para que se venga abajo. Y esa extrema derecha sucia y rastrera dinamita esos cimientos uno a uno, con odio, con privatización, con desigualdad, como si no hubiesen costado sangre, huelgas, exilio, cárceles y generaciones enteras de lucha.

No, no es amor a la patria lo que sienten. Es amor al poder, a la impunidad, al privilegio. Porque cuando destruyes las conquistas sociales y luego culpas a los más vulnerables por el derrumbe, no estás salvando un país: lo estás traicionando desde dentro.

Han convertido la política en una cacería. No de corruptos ni de evasores fiscales, sino de migrantes, trabajadores, jóvenes, disidentes y cualquiera que no encaje en su fantasía homogénea de nación. Y lo peor es que lo hacen con el combustible que les regala una izquierda adormilada, desorganizada, a veces cobarde, que les deja el camino libre mientras se pierde en debates eternos y egos inflados.

Callé, sí. Pero ya no.

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