Atrapado en un tren por el apagón: Putin, fe en la civilización y prosaica realidad

Publicado: 29/04/2025
Autor

Daniel Barea

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Los pasajeros de mi Cercanías tomaron con fastidio, primero, y humor, después, la incidencia; en el supermercado reinaba la calma
Ante lo insólito, el ser humano responde de acuerdo a un patrón que alterna, en este orden, fastidio, humor, temor y resignación. Cuando el tren de Cercanías que cubría el trayecto entre Cádiz y Jerez a mediodía de este fatídico lunes se detuvo en Río Arillo para no volver a ponerse en marcha por el apagón, un murmullo recorrió desde la cabecera a la cola del convoy para expresar el enfado de lo que, ilusos, pensábamos era una avería rutinaria del servicio.

Bastaron unos pocos minutos para conocer detalles de la tragedia, que fue acogida con chistes. Un señor mayor, vecino de La Isla, que decidió bajar para estirar las piernas y airearse me soltó con tono jocoso que “esto era cosa de Putin”. Le di una chupada al cigarrillo, el primero de la docena que consumí en las dos horas y media que permanecí en el andén, y le repliqué: “Quién sabe”.

Traté de aprovechar el tiempo para recabar información pero mi viejo y cansado móvil se quedó pronto sin batería. Así que decidí que era el momento de guardar los cuatro pitillos que quedaban en el paquete y me recordaban el precario estado en el que me encontraba, incomunicado, sin dinero en efectivo, sin agua ni alimento alguno, volver al asiento y dormir.

Dormir no soluciona problemas propios, pero este, ajeno, tal vez. Porque la respuesta que dimos los ciudadanos al apagón no es una cuestión de civismo, es la fe del carbonero en la civilización. Pude comprobarlo un par de horas después.

Antes, me desperté sobresaltado por la irrupción de media docena de uniformados que desalojaron el tren y comenzaron a llevar a pasajeros (primero, niños y personas mayores) de vuelta a la capital a bordo de tres vehículos de la Policía Local. Muchos otros nos vimos obligados a cubrir los casi tres kilómetros desde Río Arillo a San Fernando por un sendero del Parque Natural de la Bahía de Cádiz.

Mientras caminaba por el pedregoso camino, azotado por endiabladas rachas de viento, me sentí durante unos minutos como el protagonista de La Carretera, la novela de Cormac Macarthy. Temí que aquello fuera, verdaderamente, el fin del mundo. Agarré el móvil inmediatamente para hablar con B sin recordar que aquel cacharro tenía la misma utilidad que cualquier guijarro en ese momento.

Imbuido todavía del espíritu del protagonista de La carretera, decidí poner en orden qué haría a partir de ese momento. Resolví buscar algo de comer, mantener la esperanza del restablecimiento del suministro eléctrico para cargar el teléfono y confiar en que volvieran a circular trenes.

Pero la realidad es prosaica. No tuve dificultad alguna para saciar el apetito. En Bahía Sur, la restauración echó el cierre de forma mayoritaria; los establecimientos que permanecían abiertos, pedían monedas y billetes. Pero el supermercado funcionaba, gracias a su propio generador, perfectamente.

Los clientes caminaban por los pasillos con calma. Los lineales estaban repletos de artículos de primera necesidad, agua, cerveza, papel higiénico. Solo faltaba pan, pero siempre podía optar por el de molde, que abundaba.

Cuando caminé hacia las cajas, me detuve a observar los carros de quienes habían decidido acudir al centro comercial. Me sorprendió ver congelados y refigerados. Definitivamente, nadie se tomó en serio lo que parecía el Apocalipsis. Un crío, de hecho, trató de convencer a su padre para que le comprara una tarjeta prepago para Playstation.

Cualquier atisbo de miedo quedó disipado al encontrar un punto de recarga y varios enchufes libres. Entablé conversación con otro señor mayor que también acusó a Putin entre bromas y veras (porque en realidad estaba convencido de que Rusia nos había saboteado). Una joven expresó entonces su resignación tras haber tenido que haber abandonado mi tren y tener que esperar a que el padre la recogiera para volver a Jerez. Le respondí que lo tenía peor, porque no tenía opciones y me ofreció amablemente a ocupar un asiento en el coche. En ese momento recuperé también la fe en la humanidad. Luego me dijo que era trabajadora social, y creí menos, en los trabajadores sociales y poco más, que por vocación ayudan a los demás. Si me hubiera tocado un notario al lado... lo mismo sigo en Bahía Sur.

Al llegar a casa, encendí las luces, conecté el ordenador, el wifi y comencé a escribir para el periódico. Cómodamente en el sofá, una vez terminada una jornada que parecía interminable, me sorprendí echando de menos el camino pedregoso, el móvil apagado y mi necesidad insatisfecha de hablar con B, que para entonces dormía y tampoco podía responder aunque la batería estaba cargada al 100x100 y disponía de cobertura plena.

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