Recordar es fácil. Solo hay que tener algo de tiempo. Cerrar los ojos en una estancia tranquila y dejar que el dios Jano haga su trabajo. Si la divinidad romana está muy ocupada tú mismo puedes ocuparte. Recuerda aquellas caras que conociste en tu niñez y verás lo bien que funciona. Esa gente vecina te hablará susurrando y te ayudará en tu propósito. Con ellos de la mano todo irá fluyendo como en un sueño adorado.
Mi familia tenía una tienda de tejidos en Antonio López esquina General García de la Herrán y desde esa atalaya privilegiada aparece la primera imagen de mi viaje. Nicolás el de los cupones, que perdió las manos por un disparo desafortunado cazando tórtolas y le guardaba a mi madre todos los días el 090. No recuerdo que le tocara alguna vez, pero da igual. En la acera que ocupaba estaba la zapatería de Cabrera. Allí trabajaban todos los hermanos vendiendo alpargatas y babuchas a esportones. Antonio, Eladio, Pepe, Eulogio, Maru, Toti y Angelita. Desde antes de las cuatro de la tarde, ya se agolpaba la clientela en la puerta del negocio esperando la apertura. Junto a este comercio, estaba uno de los dos baratillos del barrio donde atendía Luís, un hombre de pelo cano y grato recuerdo para el vecindario. Frente a ellos La Valenciana, otra zapatería con menor clientela que la anterior. A continuación, en una pequeña accesoria vivía Anita la Bocha. Una encantadora señora bajita y obesa muy querida en el vecindario. Aún no sé qué era más grande, su amabilidad o su anatomía. Un poco más hacia acá, residían el afilador y su hija Pepa. Después, La Saldadora, donde en seis metros de mostrador despachaban un montón de dependientes pasándose unos por encima del otro como buenamente podían. La planta alta la ocupaba la familia de mi amigo Servando con el que sigo abrazándome cada vez que nos vemos. Luego la yesería Santa Isabel, donde los chinorris jugábamos al escondite entre enormes montañas de yeso, arena y cemento. Lindando con ella subsistía la afanada Jacinta ganándose el puchero con la venta de cómodas y muebles-cama usados. Pegadito, una sucursal del Bazar Inglés con Narciso y sus peculiares gafas, que presumía jocosamente de sus precios diciendo siempre al terminar una venta ¡por dos pesetas te llevas media ferretería! Narciso vendía en la tienda hasta revistas pasadas de fecha ¡madre mía, como se aprovechaba todo! Después, Morales el relojero, que se sabía de memoria el santoral y reparaba cualquier tiesto mecánico. A veces sin cobrar dependiendo de las penurias del parroquiano. Entre él y el taller del lapidario se apostaba en una bicicleta con dos serones cargados de huevos Manolo Heredia, vendedor clandestino que se escondía en cualquier tienda de la zona en cuanto olía a un guardia. En la última accesoria de la esquina mi inolvidable Isabel la churrera y su delantal blanco como la cal. Un día me vio una herida que tenía en la frente y cuando le dije que me la hizo la profesora Mari Paz de un reglazo, se encajó en el colegio y la sacó de la clase arrastrándola por los pelos ¡tanto era lo que me quería aquella mujer! Cruzando García de la Herrán, estaba el bar la Bahía, parada obligada en los sepelios, donde todo el séquito achicaba su chiquita por aquello de que, el que va a un entierro y no bebe vino, el suyo viene de camino. Allí vendieron bienmesabe en un lebrillo de barro asomado a la puerta los comerciantes Illescas y el gallego Prado antes de establecerse por su cuenta. La Bahía también era parada de transportistas. Tan enganchados a las cartas algunos de ellos, que hasta despreciaban un servicio por no dejar la partida.
Como olvidar al otro lado de la calle el almacén de puertas. Lo explotaba unos industriales de Soria, que un par de veces al mes reponían la mercancía en un camión Barreiros. Debido al peso de la carga, los niños ayudábamos al chofer, un grandullón rollizo llamado Lázaro, a girar el volante en la esquina ya que la dirección asistida aún no se había inventado. Luego nos recompensaba con una gaseosa De Celis de fresa que sabía a gloria. Con Lázaro viajaba de copiloto su cuñado. Otra magnífica persona que se llamaba Ursicino. Jamás he vuelto a escuchar ese insólito nombre.
Atravesando de nuevo hacia García de la Herrán vivía la familia O´dogherthy, posiblemente los decanos del barrio ya que allí siguen morando en nuestros días Luís, su esposa Amalia y su cuñada Maruja. En esa casa creció nuestro querido Alex, artista polifacético, seguramente el personaje más célebre de todo el perímetro.
El centro vital de aquel maravilloso bullicio era la Plaza de los Melones conocida también como Plazoleta. El asunto es que sin querer queriendo, se ha echado la noche encima y los niños ya nos hemos sentado junto al calorcito de la candelá para contar historias. La semana próxima seguiremos desenroscando recuerdos.