El pasado fin de semana, una delegación de nuestro municipio participó, como suele ser habitual cada año por estas fechas, en el Festimar o Festival del Mar que se celebra en la localidad hermana de Larache. Un encuentro que, como siempre, es un alegato a la unión de dos pueblos de razas diferentes, pero de cultura similar, que el próximo mes de septiembre volverán a estrechar sus lazos en nuestro lado de la costa.
El ser humano ha evolucionado, a lo largo de su trayectoria vital, a base del intercambio de experiencias, ideas y conocimiento de su entorno. Por desgracia, no siempre las relaciones han sido fraternales, y en muchas ocasiones el belicismo se impuso a la palabra. Pero en un mundo que ha conocido tantas desgracias, propiciadas básicamente por la ambición del hombre, no deberíamos permitir el genocidio que se está produciendo en la Franja de Gaza, donde un país rico y poderoso machaca y masacra a los pobres gazatíes, cultivando un odio que se extenderá mucho más allá de lo que pueda durar esa maldita guerra. Algo similar ocurre en Ucrania, donde el pueblo contempla impotente cómo la maquinaria de guerra rusa se impone al arado ucraniano, defendido solo a costa del armamento americano, lo que les supondrá hipotecar sus riquezas territoriales a favor de los paisanos del Tío Sam.
Pero si vemos lejano este abuso del rico y poderoso sobre el país más pobre en armamento, en España, en las últimas semanas, también venimos padeciendo la intolerancia hacia el diferente por parte de los “españolísimos” que señalan al inmigrante como delincuente de manera genérica. La agresión al señor mayor de Torre Pacheco —que sería el equivalente al atentado de Hamás en aquel fatídico concierto que desembocó en una “venganza” descontrolada de Israel— ha sido la excusa idiota para desatar el sinsentido. Grupos ultras de este país han desahogado sus amargadas vidas envueltos en la confusión de un grupo de energúmenos, propiciando una batalla campal contra inmigrantes, algunos de los cuales llevan en este país más tiempo que la edad de sus agresores.
La delincuencia no entiende de etnia ni de sexo; quien roba, agrede, insulta o actúa fuera del orden no lo hace por su condición natural, sino por los factores externos que han influido en su vida. Generalizar y estigmatizar a una raza con la que siempre hemos convivido, y que nos ha tratado con el respeto y el agradecimiento de quien valora poder compartir nuestras calles y plazas, es un error. Lo ocurrido en Torre Pacheco es un ejemplo claro del atraso evolutivo más palmario que se me pueda pasar por la cabeza, propio de quienes no conocen nuestra historia ni conducirán sus vidas hacia un futuro próspero.
Oír a nuestros políticos achacar la culpa de este repunte fascista a las siglas de un partido u otro no contribuye en absoluto a la credibilidad de los representantes públicos, que por otro lado ya atraviesan sus horas más bajas. Se han olvidado de incluir en sus programas electorales el primero de sus dogmas: lo que aquí llamamos el “sinvergüencerío”, que ha propiciado el crecimiento de quienes abanderan un discurso tan rancio como nocivo para la convivencia entre los seres humanos a lo largo de la historia.
No hay un único culpable de lo ocurrido en Torre Pacheco: hay un sinfín de responsables. Los agresores, del color o raza que sean, los primeros, sin duda alguna. Los que alientan revanchas pandilleras desde el atril de un teatro o los micrófonos de un medio de comunicación, los segundos. Y, por último, todos aquellos que han mancillado los preceptos ideológicos de sus partidos para beneficiarse personalmente o beneficiar a su entorno.
Ya lo dije en alguna columna anterior, y me reitero: que se vayan todos. Y que, en vez de un proceso de primarias para liderar un partido a nivel nacional, hagan unas oposiciones exigentes, con un temario que los obligue a conocer la realidad del pueblo, antes de entregar el poder a quienes solo saben engañar, mentir y faltar al respeto a una sociedad que, a veces, pierde los papeles porque sabe que España es un país sin rumbo.