Se edita ahora en Polibea,el volumen 114 de la colección el levitador que, con mano sabia y segura, dirige desde hace casi dos décadas Juan José Martín Ramos. Y alcanza cifra tan sobresaliente con “Las pequeñas muertes”, poemario póstumo de Fernando Alguacil (1940 – 2019).
El conjunto se aparece como un testamento lírico que danza en el borde de la llama y que no opta por un tono dramático, sino por la serena celebración de lo vivido: con gratitud, con vértigo, con los labios manchados de gozo. El poeta escribe desde el umbral, con la mirada vuelta hacia la plenitud del fuego que ardió; “Cuando alguien me sigue/ consintiendo mi canto,/ doblan palmas de niños”.
Para el autor granadino, la muerte no es un enemigo, ni un punto final. Es una compañera sutil que roza la piel mientras uno aún tiembla de vida. Cada poema es una pequeña exhalación, un pétalo que cae no por desdicha, sino porque su tiempo ha sido hermoso. La figura del contraste lo envuelve todo: la carcajada que roza la despedida, la carne que se ofrece mientras se sabe fugaz, el sol que se extingue cada tarde sólo para volver a nacer: “Blanca luna,/ labio bello./ Mirada azul, gusto extremo./ Nardo tu piel,/ a mi beso tardo,/ tu caricia eco fresco”.
El propio título es un guiño -carnal y espiritual- al instante en que el cuerpo se rinde y el alma se libera. Morirse de a poco, parece decir cada línea: en los cuerpos amados, en los días que ya no vuelven, en los silencios que habitan entre palabra y palabra. Pero también hay resurrección en lo diminuto porque cada adiós es semilla.
Metafóricamente, el libro es un jardín en otoño donde sobrevuelan, de nuevo, los contrastes: hojas doradas cayendo no por decadencia, sino por plenitud. El verbo no es epitafio, sino eco de un canto que no teme apagarse, pues ha resonado con fuerza en la garganta del mundo: “Abiertos a la mañana,/ ojos que me son amados,/ no deja de sorprenderme/ el resplandor de tu encanto (…) Un cielo de celadones;/ en el aire,/ agua y fuego/ a quien los mira/ en milagros deseados”.
En su revelador prefacio, anota José Ignacio Fernández Dougnac que es ésta “una última e íntima ofrenda que se constituye en un apasionado tributo a la vida (…) gracias, en parte, a la melancolía que se desprende de la complacencia por el amor y la belleza”. Y, en verdad, dicha afirmación se evidencia al par de estas páginas. Pues, en ellas, surge el centelleo constante de un espejo líquido donde quien lee se asoma y descubre que vivir y morir son reflejos de un mismo fulgor.
Un volumen, al cabo, para quienes saben que la hermosura siempre se revela justo antes de desvanecerse.Un último respiro, convertido en emotivo cántico y sabia certidumbre: “Nace la flor de madrugada,/ sin que le pregunte a nadie./ Su color luce, su brillo;/ a nadie ofende su cáliz./ Su olor en la brisa irrumpe,/ sereno gozo, en alerta (…) Nace la flor,/ nadie le preguntó:/ pequeño milagro blanco,/ una rosa sobre un libro”