Las dos y media de la tarde suele ser la mejor hora para ir a comprar al supermercado, ya que es la de menos afluencia de público. Ayer no se cumplió esa máxima. A dicha hora, en un conocido supermercado de la ciudad, los coches hacían cola para entrar en el aparcamiento. En el interior, con la iluminación a medio gas para no forzar los generadores que permitían la apertura del establecimiento, las filas de carros llenos se amontonaban ante las diferentes cajas después de desabastecer las estanterías principales.
“¿Funcionan los datáfonos?”, preguntaba un cliente a una de las cajeras de cara a poder abonar la cuenta con tarjeta ante la falta de efectivo. “Sin problema”, y problema resuelto, aunque la cuestión siguiente era encontrar algo de lo que se iba buscando, en especial platos preparados y precocinados.
En los pasillos, un ambiente muy familiar pero con gestos que aparentaban poca normalidad y cierto nerviosismo: madres con niños recién recogidos del colegio, matrimonios mayores, jóvenes en busca de provisiones... Imágenes que remitían, irremediablemente, al día previo al anuncio del confinamiento, salvo por el hecho de que ya nadie necesitaba guardar la distancia de seguridad. Se palpa cierta urgencia por salir del supermercado, cargar en el coche y llegar a casa cuanto antes. A veces, demasiada: un señor acaba de volcar en el suelo en un descuido parte de la compra. No es un día más.