Nací antes que la televisión, la vacuna contra la polio, las comidas congeladas, las fotocopiadoras, las lentillas y la Viagra. Por entonces no existían las tarjetas de crédito ni el rayo láser. La iluminación de las calles se limitaba simplemente a unas ridículas bombillas de 60 W colgadas de las esquinas que servían también de centro de diana para los tirabalas de los niños.
En aquellos tiempos no había aire acondicionado, ni lavadoras, ni lavavajillas, ni secadoras. El hombre no había llegado aún a la luna y los aviones volaban con hélices. En cada familia había un padre y una madre y la palabra gay era una especie de síncopa andaluz del saludo, que hay. A las lesbianas se las conocía por el nombre de un producto gastronómico muy español, pero los mayores nos prohibían mencionarla. Los chavales no llevábamos pendientes, ni piercings y los tatuajes eran cosa de presidiarios y legionarios. La única protección solar era la propia sal marina y como mucho un toque de Nivea en nariz y hombros que, por supuesto, no servía de nada. El aguafuerte y la lejía estaban en cualquier alacena al alcance de los niños y el botiquín casero se limitaba a un bote de yodo, alcohol, agua oxigenada y un tubo de piramidón. No obstante, no tengo 90 años.
Vine al mundo antes que el ordenador, que el MP3 y que las terapias de grupo. Mientras fui joven cada hombre para mi era un señor y cada mujer una señora o señorita. En mis tiempos masturbarse retrasaba el crecimiento y daba meningitis. Se cumplían los diez mandamientos, se confesaba los viernes y se iba a misa los domingos. Nací en una época donde la comida rápida significaba levantarse de la mesa con el plátano en la mano porque en la calle esperaban los niños para seguir jugando. Tener una buena relación era llevarse bien con los demás y un ratón era un animalito juguetón que no se enchufaba. No se conocía la máquina de escribir eléctrica, la FM, el casette, los CDs, las calculadoras, ni los dispositivos inalámbricos. Los coches arrancaban dando vueltas a una manivela en la parte frontal del motor y a los relojes se les daba cuerda cuando se paraban, pero no tengo 80 años. La única agua embotellada que se vendía era la destilada para las baterías. No había nada digital. Ni cajeros automáticos, ni videos ni microondas. Los móviles eran ciencia-ficción. Para hablar por teléfono tenías que ir al locutorio de Telefónica junto a la iglesia Mayor, guardar turno y rezar para que la comunicación no se cortara. De webcam y videollamadas ya ni te cuento. Las fotos eran en blanco y negro y tardaban tres días en revelarse. Los coches no tenían cinturones de seguridad, ni dirección asistida, ni elevalunas, ni airbag y el casco de las motos no existía. Los artículos made in Japan se consideraban de mala calidad y los de Korea y Taiwán ni se conocían. Telepizza, Burguer King y McDonal´s estaban por llegar. Las hierbas se tomaban en infusión, pero no se fumaban y la coca era una gaseosa muy espumosa, aun así, no he cumplido los 75 abriles.
Pertenezco a la última generación que creía que una señora necesitaba un marido para tener un hijo y que los hombres tenían que hablar siempre primero en cualquier situación, porque ellos eran más importantes que las mujeres.
Aunque parezca que he vivido 200 años, solo rozo los 70. Si la bondad humana hubiese evolucionado en todo este tiempo del mismo modo que la ciencia y la tecnología, entonces, la desigualdad, la guerra y la miseria, serían un mal recuerdo ya olvidado. Pero no. Desgraciadamente el hombre sigue ventilando su maldad gastando millones en armas para matar a otros hombres. Mientras tanto, el mundo sigue amaneciendo y oscureciendo en la Isla Navidad antes que en cualquier otro lugar del mundo. Nada ha cambiado sustancialmente. Mi idealismo sigue en bancarrota.