El viernes se cumplieron 50 años del estreno de Tiburón. La película cambió el negocio del cine al inaugurar la fórmula de los blockbusters de verano, y sembró la semilla del miedo a los escualos; peor aún, a poner el pie en el agua de cualquier playa del mundo.
La vi por primera vez con 4 o 5 años, en un cine de verano, y su impacto permanece inalterable cada vez que la reviso a medida que pasa el tiempo. Lo único que cambia es la forma en que me asomo a la película: puedes verla como un filme de terror, tan íntimamente ligado a las dos notas iniciales sobre las que John Williams levantó su magistral partitura y a la secuencia de cualquier ataque; puedes interpretarla como un drama social, el de una apacible sociedad enfrentada a un enemigo exterior que ha venido a desbaratarlo todo y a extender el miedo entre sus ciudadanos; incluso como el eco de un país aún atormentado por los fantasmas de la guerra, subrayado aquí por el magistral monólogo del capitán Quint sobre el hundimiento del Indianápolis que, sin duda, es uno de los momentos más terroríficos del metraje.
Yo, superadas diferentes etapas vitales, he advertido también en ella una gran película de aventuras, centrada en la caza del gran blanco, aunque lo cierto es que no hay visionado de Jaws en la que no descubra algo nuevo, que es, en definitiva, lo que hace de ella una gran obra maestra y no un mero producto de entretenimiento.
El momento de su estreno en Estados Unidos, apenas un año después de la dimisión del presidente Nixon, disparó asimismo las lecturas políticas de la historia, en tanto que retrato del “poder corrompido de corte republicano” que había imperado en el país los últimos años -Ángel Sala dixit-.
Así, el alcalde Larry es un irresponsable capaz de todo con tal de mantener su popularidad; el sheriff Brody es “el hombre de confianza incapaz de reaccionar hasta que llega una situación límite”; el forense miente en su informe con tal de respaldar al alcalde, y éste se ve finalmente obligado a claudicar, como Nixon, rendido a las evidencias.
Ahora, cambien el nombre del alcalde Larry por el del presidente Sánchez; el de Brody por el de García Page, cualquier candidato socialista a las municipales o cualquier militante de base superado por las circunstancias; y el del forense por los de todos los que han venido poniendo la “mano en el fuego”.
No me digan que Tiburón no admite interpretaciones, salvo por lo de la claudicación. Ahí se ve que Sánchez va a terminar imponiendo su manual de resistencia.