Es común en las grandes urbes ver comunidades de otros países. Estas se suelen agrupar en barrios, hasta el punto de convertirlos en espacios propios y, normalmente, turísticos. Se les suele poner delante el término 'little' (pequeño en inglés). Algunos de los muchos ejemplos existentes son Little Italy (Nueva York), Little Armenia (Los Ángeles), Little India (Bangkok) o Little Portugal (Londres).
En mitad del cinturón urbano de Madrid, entre rotondas, polígonos y urbanizaciones, hay una ciudad con un corazón que late al ritmo del sur. Torrejón de Ardoz no es solo una urbe dormitorio: para cientos de familias malagueñas, es una prolongación natural de Cuevas Bajas. Una 'Little Cuevas Bajas' nacida del esfuerzo, la necesidad y, sobre todo, la memoria.
Todo empezó en los años 50. El hambre y la falta de trabajo empujaron a los vecinos de esta pequeña localidad del norte de Málaga, situada a orillas del río Genil, a buscar algo más allá. Torrejón ofrecía algo que en el pueblo era un espejismo: la base aérea, fábricas en crecimiento y un rumor que corría de boca en boca: “Aquí hay trabajo”. Y bastó con que uno viniera para que muchos más le siguieran.
“Venían en autobús de noche y a la mañana siguiente ya estaban trabajando”, recuerda Francisco Cruz, uno de los últimos en llegar, pues lo hizo ya a finales del siglo XX. Hoy dirige un colegio privado en Torrejón y es uno de los referentes de esta comunidad cueveña tan arraigada como dispersa. “El Bar del Grillo era el punto de llegada. Allí se enteraban de qué empresa contrataba, dónde dormir… Allí empezaba todo”.
Las primeras décadas fueron duras. Gente que no conocía la ciudad, que no había salido de su tierra, que se encerraba en pisos diminutos tras haber crecido en casas abiertas al campo. “Me chocó todo. El encierro, la falta de rostros conocidos… En Cuevas Bajas salías a la plaza y veías a todo el mundo. Aquí no”, dice Francisco. Pero con el tiempo, los cueveños no solo resistieron: prosperaron. Montaron concesionarios, fundaron colegios, abrieron peluquerías, llegaron incluso al Ayuntamiento: “Mi primo llegó a ser teniente de alcalde. Otro patentó un sistema de aire acondicionado. Otro más construyó cientos de viviendas… Todos nacidos en Cuevas Bajas”.
Y lo más asombroso: no se disolvieron como comunidad. “Nos ubicamos todos. Nos conocemos. Incluso los políticos de aquí nos llaman bromeando: ‘¿Tú también eres de Cuevas Bajas? ¡Si os vais a hacer con el pueblo!’”. A día de hoy, la colonia supera el centenar largo de familias, con hijos y nietos nacidos ya en Torrejón pero con vínculos profundos con la tierra de sus abuelos. “Tenemos casas allí. Volvemos. Celebramos las fiestas. No se ha perdido el contacto. Al contrario”.
Esa herencia compartida es la que ahora rescata el documental Remanece, que se graba estos días en Torrejón de la mano de la mano de la agencia Kapikúa, con Antonio Márquez y Rafa Navarrete al frente. Este film cuenta con testimonios como el de Francisco y otros cueveños de distintas generaciones. El término “remanecer”, usado por los vecinos de La Villa Morá para expresar origen y pertenencia, da nombre al proyecto. Porque aunque vivan a casi 500 kilómetros, siguen remaneciendo del mismo sitio.
Del 'seseo', a decir todas las eses
Una de las anécdotas más entrañables que cuenta Francisco tiene que ver con el acento. “Yo hablaba como la gente Lucena, con ese seseo característico. Pero cuando llegué a dar clase aquí, la directora me dijo: ‘No es cosina, es cocina’. Tuve que corregirme para que los niños no fallaran los dictados”. Hoy suena a madrileño, casto y sanisidrero, pero dice que cuando vuelve al pueblo, al día siguiente ya se le escapa el acento de siempre. “Eso no se pierde. Eso está ahí”.
Sin embargo, hay algo que sí cambia: el sentimiento de pertenencia. “Con el tiempo dejas de ser del todo de aquí, y tampoco te sientes completamente de allí. Es el sentimiento del emigrante. Forastero en los dos lados”. Es una confesión que duele, pero también enriquece. Porque en ese espacio ambiguo entre dos mundos ha nacido una identidad nueva. La del cueveño que echa raíces en otra tierra sin olvidar la propia.
Francisco lo tiene claro: “Cuando me jubile, me quiero ir. En mayúsculas. Si la vida me lo permite, volveré a Cuevas Bajas para siempre”. Y lo dice con el convencimiento de quien sabe que hay cosas que nunca cambian: la ribera del río, la plaza, los amigos de la infancia. “Ahora paseo por mi pueblo y me emociono. Aquellos paisajes que de niño no valoraba, ahora los veo como un tesoro”.
La Little Cuevas Bajas de Torrejón de Ardoz no es solo una anécdota migratoria. Es una muestra de cómo un pueblo puede reinventarse sin perderse, cómo la distancia no borra la memoria, y cómo cientos de historias personales forman un relato colectivo de esfuerzo, comunidad y raíces. Remanecer es eso: seguir siendo de donde uno es, aunque la vida lo lleve lejos.