La levantá: una lección de respeto al mar. He tenido la fortuna de asistir a varias levantás a lo largo de mi vida y puedo decir, sin exagerar, que ninguna me deja indiferente. No importa cuántas veces me acerque a esa ancestral coreografía de redes, barcos y hombres: siempre salgo con el alma removida, como si algo muy profundo se agitara en mí. Hay emociones que no se desgastan con la repetición, y esta es una de ellas.
El pasado miércoles, 11 de junio, volví a embarcarme junto a mi buen amigo Juan Antonio Sánchez Mendoza -Juancho, para los amigos- rumbo a la almadraba que los hermanos Muñoz, de la empresa Petaca Chico, mantienen en las aguas de Barbate. En esta ocasión acudíamos con un doble objetivo profesional: realizar una conexión en directo para la cadena COPE y grabar un amplio reportaje radiofónico para Saboreando, el programa que tengo el honor de dirigir y presentar semanalmente en Radio La Isla. Una jornada intensa, llena de emoción, trabajo y profundo significado.
Desde el primer momento, todo fueron facilidades por parte de la empresa. Agradezco sinceramente a la propiedad de Petaca Chico su amabilidad y disposición y, de manera especial, a Paco Malia, del departamento comercial, cuya colaboración fue clave para que pudiéramos desarrollar nuestro trabajo con libertad, comodidad y respeto hacia el entorno y sus protagonistas.
Pero más allá del periodismo, lo que viví -como siempre que regreso a una levantá- fue una auténtica lección de vida. Una lección de respeto: respeto al mar, a quienes lo trabajan con sacrificio y sabiduría, y a una tradición que, a pesar de los avances tecnológicos, mantiene intacta su esencia y su mística.
La levantá no es simplemente una técnica de pesca. Es una ceremonia, un acto que roza lo sagrado. Es el clímax del arte almadrabero, una práctica milenaria que se remonta a los tiempos fenicios y que ha sido perfeccionada por generaciones enteras de marineros. Es el momento en que los atunes, tras quedar atrapados en el copo, son izados mediante una impecable coordinación entre barcos, redes y hombres. Cada gesto, cada orden, cada mirada entre los operarios tiene algo de ritual heredado, de conocimiento transmitido con reverencia y precisión.
Lo que antaño era una escena dura, incluso sangrienta, ha evolucionado con los tiempos. Gracias al uso de dispositivos neumáticos, los buzos -auténticos profesionales del mar- sacrifican a los atunes de forma rápida, eficaz y sin sufrimiento innecesario. Un gesto que honra tanto al animal como al oficio, que dignifica la labor y la transforma en un acto casi ético.
Una vez extraídos, los atunes son trasladados al barco nodriza y de ahí a las modernas instalaciones de Petaca Chico, donde se lleva a cabo el ronqueo: el meticuloso despiece que convierte cada ejemplar en una verdadera obra de artesanía marina. He tenido la oportunidad de presenciar muchos procesos productivos a lo largo de mi trayectoria, pero pocos combinan tanta técnica, historia y dignidad como este. El respeto por el producto es absoluto, y eso se nota en cada corte, en cada decisión, en cada detalle.
Por eso, aunque haya presenciado varias levantás, cada una me sigue impresionando como si fuera la primera. Y me reafirma en una convicción profunda: la almadraba no es solo una forma de pesca, es una forma de vida. En tiempos de prisas, ruido y desconexión, mirar al mar y ver cómo se trabaja como hace siglos -con medios nuevos, sí, pero con alma antigua- conmueve. La almadraba nos recuerda que hay oficios que no deben perderse, porque en ellos habita nuestra memoria, nuestra cultura y, en cierta forma, nuestra identidad más verdadera.