Por supuesto soy consciente que vivimos en el siglo XXI con todo lo que ello lleva consigo pero no puedo sustraerme a recordar algunas vivencias de hace algunos -no tantos- años que nos hacían felices y nos ayudaban a pasar de forma más agradable el verano, en el que también hacía calor como ahora aunque se nos olvide de un año para otro.
Y uno de los primeros recuerdos que se vienen a mi mente es aquella forma de refrescarse por las noches “buscando el fresquito”, como se decía. Ciertamente, las casas son más cómodas y, en muchas de ellas, hay aire acondicionado que mitiga las temperaturas. Pero hace unos años era muy frecuente ver como las personas sacaban sus sillas o butacas a las aceras, en las puertas de sus casas, para “echar la noche”. Había reuniones que llegaban hasta altas horas de la madrugada mientras los niños jugaban en la calle y nadie se quejaba de los ruidos o de las conversaciones. Además de refrescarse, la gente se relacionaba y había una más estrecha convivencia que, hoy en día, se echa en falta.
Había personas que no se sentaban en las puertas de sus casas sino que preferían dar un paseo por nuestras calles. Paseos que, en ocasiones, concluían en un espacio grande donde se formaban corros de personas charlando y divirtiéndose. La Plaza de las Monjas acogía muchas de estas reuniones e, incluso, algunos jóvenes jugaban al futbol.
Otra costumbre veraniega era, a media tarde, esperar que pasasen por la puerta de casa los ‘pescaeros’. Venía un carro tirado por una mula y transportaba pescado recién cogido, especialmente sardinas y caballas, dos manjares para las noches veraniegas. “A dos pesetas el par de caballas” o “sardinas del alba” eran los gritos más usuales de los vendedores que traían su mercancía desde las escolleras de la ría hasta nuestras casas.
Buena parte de esa carga se quedaba en las tabernas donde ofrecían los productos a la plancha y se consumían en reuniones de amigos en torno a la “media limeta”. Y las calles oliendo a ese aroma tan especial que dejan las caballas y las sardinas cuando son asadas y, en lugar de molestar, agradaba como también sucedía con el humo que producía el asado.
Hay muchas cosas más que se echan en falta pero no hay más espacio que para acordarse de los heladeros que vendían sus productos por las calles. Un barquillo con mantecado o tutti fruti y, en los últimos tiempos, polos de naranja o de limón que los chiquillos disfrutábamos tras la tensa espera de que pasase por nuestra casa Arturo el valenciano o cualquier empleado de La Ibense.
Hablamos de otra Huelva. Ni mejor ni peor, sino distinta. Por eso, la seguimos recordando cada verano. Pero, desgraciadamente, no volverá o ha vuelto modernizada.