Han transcurrido ya 14 años desde el estreno de la primera temporada de Black mirror. La serie creada por Charlie Brooker vino a cubrir una especie de subgénero televisivo muy popular en las décadas de los 60 y 70, basado en la recopilación de historias de ciencia ficción y suspense sobrenatural, aunque desde una óptica más sofisticada, con plenitud de medios y una especie de leit motiv: las consecuencias de un mundo condicionado por los avances tecnológicos.
Black mirror ha revalorizado un formato que remite a clásicos como Dimensión desconocida (En los límites de la realidad), Alfred Hitchcock presenta, Historias para no dormir, Amazing Stories o Crónicas marcianas, y lo ha hecho a través de un catálogo de historias que alcanza ya los 33 episodios, todos ellos bajo la firma de Brooker, en su mayoría interesantes, algunos de ellos magistrales y otros bastante irregulares, sobre todo a medida que avanzaba el tiempo y crecía la presión para cada nueva entrega. De hecho, en las dos temporadas anteriores ya se había detectado cierto deterioro en su capacidad para la sorpresa y la inventiva, pese al original punto de partida de unas historias de dudoso desarrollo.
En este sentido, la séptima temporada, sin ser plenamente redonda, sí supone una especie de reconciliación con lo mejor de Black mirror. De hecho, de sus seis episodios, tres de ellos -los impares- se merecen estar entre lo mejor de su ya extensa producción. Se titulan Gente corriente, Hotel Reverie y Eulogy. Son historias originales, de un alto componente emocional, te tocan el cerebro y el corazón, están escritas de forma correcta, por momentos incluso de forma brillante, y cuentan con los actores y actrices adecuados para empatizar con los dilemas a los que se enfrentan sus personajes.
Las tres, por supuesto, tienen como desencadenante el desarrollo de diferentes aplicaciones tecnológicas que elevan las posibilidades experienciales de sus usuarios-clientes, capaces de elevarlos a una nueva dimensión, al tiempo que los condenan a convivir con las consecuencias de sus decisiones: nada sale gratis, ni para el bolsillo, ni para el alma.
En la primera, Gente corriente, un implante cerebral recupera del coma a una profesora (perfecta Rashida Jones, hija de Quincy Jones) que debe hacer frente al incremento de la cuota mensual que le ofrece la gestora del servicio (perfecta Tracee Ellis Ross, hija de Diana Ross) si quiere mantener su calidad de vida. En Hotel Reverie, una actriz releva al personaje de un clásico de Hollywood mediante la IA, a riesgo de quedar atrapada de por vida dentro del propio metraje. Y en Eulogy, un magistral Paul Giamatti escudriña en los recuerdos de su juventud para contribuir al ceremonial de una vieja amiga que acaba de fallecer. Es posiblemente, uno de los mejores episodios de todo Black mirror, y la demostración de que la emoción humana no encuentra rival frente al discurso de una máquina.