Qué maravilla ver cómo PSOE y PP, esos titanes del enfrentamiento teatral, se transforman en almas gemelas cuando hay dinero sucio de por medio. En el Parlamento se insultan, en la televisión se señalan con el dedo, pero en los despachos —donde realmente se cocina el poder— hablan el mismo idioma: el de la mordida, la comisión y el “yo te adjudico, tú me financias”.
Porque, al final, el verdadero pegamento del bipartidismo no son las ideas, ni los programas, ni los principios. Es el dinero. Y no el dinero público bien gestionado, no. Hablamos del que se mueve por debajo de la mesa, en sobres, maletines o facturas falsas. Ese dinero que transforma campañas en inversiones y adjudicaciones en retornos.
Y lo más curioso es que, detrás de las corruptelas de ambos partidos, aparecen los mismos nombres. Las mismas empresas que sobornan a unos, sobornan a otros. Qué fidelidad, qué lealtad. Dan ganas de aplaudirles: no entienden de ideologías, solo de beneficios. Hoy pagan a la izquierda, mañana a la derecha. Lo importante es no quedarse fuera del reparto.
Los partidos, por su parte, juegan al juego de siempre: indignarse cuando le pillan al rival, relativizar cuando le pillan a uno. Sacan comunicados llenos de moralina, hacen promesas de regeneración, y acto seguido colocan a los mismos de siempre en las listas. Porque esto va de ganar. Y si hace falta mancharse las manos, pues se lavan después con notas de prensa.
Pero el problema de fondo no son solo los políticos que meten la mano. El problema real —el estructural, el enquistado— son los que ponen el dinero. Esas empresas que llevan décadas financiando campañas a cambio de contratos, que tienen más poder que muchos ministerios y que, pase lo que pase, siempre caen de pie.
Y aquí viene lo verdaderamente obsceno: mientras los políticos corruptos a veces caen, los corruptores casi nunca. No solo no son castigados, sino que siguen ganando concursos públicos con total normalidad. Como si nada. Como si no hubiera pasado absolutamente nada.
¿La solución? Es bastante simple. No se trata de escribir otro código ético que nadie cumple. Se trata de castigar con dureza a quien compra favores políticos. Si una empresa ha pagado mordidas, queda automáticamente fuera de toda licitación pública durante diez años. Ni adjudicaciones, ni subvenciones, ni concursos. Cero euros del Estado. Cero acceso al dinero de todos.
Solo así dejará de salir rentable corromper. Solo así se romperá esa relación perversa entre poder político y poder económico. Solo así dejaremos de vivir en un sistema donde la corrupción es el modelo de negocio por defecto.
Porque lo que hay ahora no es democracia: es una subasta. Porque lo que duele es el bolsillo. El derecho y el izquierdo.